―¿Por qué no puedo salir? ―preguntaba el niño una y otra vez, mientras el tiempo pasaba y él crecía con un tinte pálido y azulado en la piel. Mientras los otoños y las primaveras se deslizaban detrás de las aberturas de las ventanas tapiadas.
El silencio invadía el caserío atestado de muebles podridos y aire envenenado de polvo y humedad. Pero, de pronto, el silencio se llenaba con murmullos de niño tarareando una canción tan vieja como él; y el golpeteo de las piedritas ―que hacían de juguetes― sobre la madera podrida del piso, repetía el eco en la alta bóveda adornada de telas de arañas que ya se parecían a vestidos de encaje y puntilla.
―¿Por qué no puedo salir? ―repetía.
Y la vieja araña dejaba por un instante su incesante labor de tejedora puntillosa y lo miraba con sus mil ojos, multiplicando la imagen de ese niño que había hecho suyo a fuerza de piquetes cariñosos, imbuidos de venenosa inmortalidad.
―No puedes, mi niño, porque no existes para el mundo exterior. Sólo esta casa decrépita nos hace reales…Sólo somos detrás de esas aberturas que te dejan respirar un más allá que ignora que algún día fuimos.
Y el niño colmaba su curiosidad hasta la siguiente vez. Cuando volvía a aburrirse de jugar con las mismas sombras de siempre, y de recorrer las infinitas habitaciones misteriosas, y de ver los rostros que no se reflejaban en los espejos mirarlo algunas veces con simpatía, otras con impaciencia.
El silencio invadía el caserío atestado de muebles podridos y aire envenenado de polvo y humedad. Pero, de pronto, el silencio se llenaba con murmullos de niño tarareando una canción tan vieja como él; y el golpeteo de las piedritas ―que hacían de juguetes― sobre la madera podrida del piso, repetía el eco en la alta bóveda adornada de telas de arañas que ya se parecían a vestidos de encaje y puntilla.
―¿Por qué no puedo salir? ―repetía.
Y la vieja araña dejaba por un instante su incesante labor de tejedora puntillosa y lo miraba con sus mil ojos, multiplicando la imagen de ese niño que había hecho suyo a fuerza de piquetes cariñosos, imbuidos de venenosa inmortalidad.
―No puedes, mi niño, porque no existes para el mundo exterior. Sólo esta casa decrépita nos hace reales…Sólo somos detrás de esas aberturas que te dejan respirar un más allá que ignora que algún día fuimos.
Y el niño colmaba su curiosidad hasta la siguiente vez. Cuando volvía a aburrirse de jugar con las mismas sombras de siempre, y de recorrer las infinitas habitaciones misteriosas, y de ver los rostros que no se reflejaban en los espejos mirarlo algunas veces con simpatía, otras con impaciencia.
Setiembre 2013
Microrrelato inspirado en el cuento corto "La casa, la araña y el niño", de Ray Bradbury. Colaboración para el Dossier 131-Universo Bradbury de miNatura-Revista de lo Breve y lo Fantástico.
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¡Que genial relato! ¡Me encanto!
ResponderEliminarMe parece un buen relato, excelente homenaje a un gran escrito.
ResponderEliminarSin duda, Bradbury da fe de la libertad en materia narrativa, de la prosa poética (que a tantos les da miedo probar); no te apocaste en ningún momento, por el contrario, logras inquietarnos más :3
Gracias por deleitarnos, siempre es un placer leerte.
Besos y abrazos ^_^
¡Excelente, Patricia!
ResponderEliminarEs un placer pasarse por aquí.
Un abrazo,