Inspirado en Emma Zunz, de Jorge Luis Borges
Cuando Feino Fain llegó esa madrugada de 1922, luego de haber trabajado prácticamente quince horas como peón en la construcción de un nuevo hospital en Río Grande, se encontró con su taciturno compañero de pieza tirado en el piso.
Manuel Maier tenía el semblante blanco como el papel y parecía inconsciente; Feino totalmente consternado apoyó la mano en su pecho intentando oír los latidos de su corazón, también colocó un espejo frente a su boca pero éste no se empañó.
Arrodillado junto al hombre se hizo la señal de la cruz y le bajó los párpados de los ojos aún abiertos, como si ante el inminente final su mirada hubiera buscado desesperadamente a alguien que no estaba allí.
Le dio pena que este hombre triste y solitario, pero al que le había tomado cariño por la compañía silenciosa que le brindaba durante sus pocos días de descanso, hubiera muerto tan sólo y tan cargado de culpa y dolor. Aunque nunca logró sacarle demasiadas palabras Feino intuía que llevaba tras de sí una cruz tan grande, y pesada, que hacía que en sus últimos tiempos fuera cada vez más notoria su manera de caminar encorvada. Fueron muchas las veces que lo encontró enjugándose unas lágrimas mientras miraba fotos viejas, seguramente las pruebas de sus momentos más felices.
Lo miró una vez más y se secó una lágrima con una de sus manos callosas, no había caso, siempre sería un sentimental incorregible; un hombretón como él, acostumbrado a la dureza de la vida y con muy pocos momentos para demostrar la sensibilidad que oculta bajo su piel oscura y curtida, y cuya nobleza se refleja en sus ojos marrones, limpios de toda malicia.
Fue en busca de la dueña de la pensión que se apersonó de inmediato en la pieza, persignándose y clamando a Dios; era muy supersticiosa y no veía como buena señal que se le muriera uno de sus inquilinos ahí mismo. Con su gran humanidad y su cargamento de pulseras y collares, no paraba de agarrarse la cabeza con las manos y mirar al cielo; mientras tanto Feino llamaba por teléfono desde la recepción para pedir una ambulancia.
Cuando volvió al cuarto, la dueña de la pensión seguía con sus lamentos; lentamente él tomó una manta y la colocó encima del cuerpo que ya parecía que se estaba poniendo rígido y azul. Fue cuando notó la foto oculta en una de las manos de Manuel, en ella se veía al fallecido unos cuantos años más joven junto a una mujer más o menos de su misma edad, y otra más joven que se le parecía mucho; aunque nunca le dijo si tenía familia intuía que esas dos mujeres eran o habían sido muy importantes en su vida, era evidente que la fotografía había sido tomada en un instante de mucha felicidad para los tres. Mecánicamente miró el dorso y pudo ver un nombre y una dirección, buscó algo con qué escribir y anotó todo en un papel; pensó que tenían derecho a saber, era un gesto que su antiguo compañero de pieza se merecía.
Llegaron juntas, la ambulancia y la policía; era de rigor que estos últimos acudieran al tratarse de una muerte en una casa particular. Fueron ellos los que encontraron el misterioso frasquito sobre la mesa de luz; una vez que el cuerpo había sido llevado a la morgue, los policías se quedaron interrogando a todos los que vivían allí además de hurgar en las cosas del fallecido en busca de alguna pista.
La conclusión inicial, que Feino y la dueña de la pensión alcanzaron a oír, fue que se trató de un suicidio, aunque las investigaciones continuarían.
En la noche, cuando éste escribió una carta para alguien que no conocía y que se vinculaba con Manuel Maier, prefirió suavizar la versión de la policía para evitarle más dolor.
Este relato se encuentra publicado en la Revista Literaria Pluma y Tintero.
N° 11 Marzo-Abril/2012
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Oh, qué buen relato!!!
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